Yo tengo la llave

—¡Hermana, ábreme, estoy abajo!
—¡No puedo! No están «los chicos» y no tengo llaves —contesta mi madre angustiada.
—No te preocupes, hermana, no hace frío, espero aquí.

Este es el sueño recurrente que me relata mi madre de un tiempo a esta parte. Se levanta sobresaltada, impotente. Cuando me lo cuenta, se le humedecen los ojos y no deja de repetir que reconoce su voz.

Han pasado 45 años desde que una noche eterna los silenció para siempre. Siempre recalco que no creo en el destino. Lo que pasó esa noche fue una maldita casualidad.

Esa noche de julio cambió la vida de mi familia. Un tsunami desolador nos azotó con virulencia, gestando derrumbes y grietas en tres generaciones. El padre, los hermanos y los descendientes.

Nadie está preparado para la pérdida. En 1977 las noticias llegaban tarde y desmembradas. Hay rumores de un accidente en un distrito del sureste de Madrid. Se confirma que cinco adultos en un turismo chocan frontalmente con un camión cargado de ferralla.

Después de dos días del accidente, llegan noticias al pueblo. Se rumorea que David, vecino del pueblo, está en ese coche.
—¡Sí está David está mi hermano! —Exclamó mi tío apretando los dientes antes de desplomarse de rodillas en acción de súplica divina.

Su hermano, Senén, estaba en el coche. No se atendieron las plegarias. Lo siguiente a la confirmación es dolor, pena y desconsuelo.

Mi madre estaba embarazada de nueve meses, salía de cuentas el 28 de julio. Como nunca me ha gustado hacerme esperar, llegué pasada la media noche.

Se dice que algunos niños llegan con un pan debajo del brazo, yo llegué con un desgarro en el alma absorbido desde el propio cordón umbilical.

Mucha gente se sorprende de mis ansias de vivir, de mi optimismo. Desde hace tiempo tengo claro que he sabido coser las brechas de mi alma. Las coso con vida. Ya no hay noches eternas.
¡Mamá, descansa! Yo tengo la llave, yo le abro. Está dentro de mí, él sigue vivo y tú siempre me lo dices.

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