
Charles Darwin, en consonancia con su teoría de la selección natural, otorgó un carácter evolutivo al cuello de las jirafas. Aquellas que estiraban más su cuello podían disfrutar de los frutos más inaccesibles de los árboles.
En mi familia somos muy de estirar el cuello, no desde una guisa arrogante, nada más lejos de nuestro empaque y entraña. Estiramos el cuello como supervivientes.
Hace unos días, me contaba mi padre que no tenía buen recuerdo de su adolescencia, para él había sido su peor época. Se veía atrapado en un pequeño pueblo y destinado a las labores del campo.
Con 18 años fue llamado a filas en Jaca, nada más contrapuesto a su llanura conquense. Esa imposición militar le cambió la vida. Descubrió que más allá de su querido pueblo había mucho que descubrir. El frío aragonés le calentó las esperanzas y le dio alas. Al poco de concluir su servicio militar, estiró su cuello y se marchó a Barcelona, a labrarse un futuro, a labrarse su propia vida.
Por ese entonces mi madre estiraba el cuello en silencio. Renegaba de su condición de huérfana, renegaba de velos negros cubriendo su cara. En su caso, cada vez que estiraba el cuello recibía un cachete. La sociedad oprimía demasiado a una mujer sin madre. ¡Qué cojones! La sociedad oprimía a una mujer por el simple hecho de serlo.
Sus hijos hemos aprendido a estirar el cuello. Sin pisar cabezas, sin desmerecer a nadie, con una humildad titánica mamada desde la cuna. No hay mejor legado evolutivo, queridos míos, queridos padres.
Hemos crecido sin odio, sin rencor, sin envidias. A veces de tan buenos… “faltos”, pero compensa, se duerme más a gusto.
Hoy y siempre estiro el cuello por Pilar y Antonio, mis padres. Por no ser perfectos, por no saber ser padres, por no estar preparados y aun así ser tan honestos, tan de verdad. La verdad se devalúa cuando no «sale del hueso» y en mi casa eso no pasa.