Aquellos maravillosos veranos

veranos

Siempre he oído que con el paso de los años tendemos a volvernos más nostálgicos, creo que es un arma de aprendizaje fantástica para endulzar y enriquecer nuestras vidas. Voy a utilizar el titulo de una, ya legendaria, serie de finales de los ochenta para definirme en años vividos: “Treinta y Tantos”. Estas tres décadas y pico, el pico me lo guardo como las folclóricas, han dado para infinidad de nostalgias y recuerdos. Es curioso que la mayoría de retales de antaño que tengo presentes se centralicen en la estación veraniega, y es que queridos míos el verano es lo que tiene…

Si tuviera que simplificar los infantes veranos de mi vida en unas cuantas palabras serian: Citroen – GS Club, bermudas pajareras (definición registrada por mi madre), patatas asadas, California BH con muelle central, el mar, refrescos de La Casera, pulseras de marfil, un franco francés, pollo asado con romero y sol, mucho sol… Todas estas palabras unidas en su contexto hacen el puzzle de parte de mi infancia.

La llegada de la segunda quincena de Julio en esta humilde familia manchega de ascendencia Conquense era cuanto menos inquietante, se mezclaban en la familia diferentes sensaciones, mientras que mi madre, en modo tragedia griega, estructuraba las inminentes vacaciones, mi padre visualizaba, ya desde su taburete de la cocina como serían los parajes a colonizar por días. Mi desasosiego llegaba la noche de antes, fácilmente apaciguado por las bromas de mi abuelo al levantarnos, antes que cantara algún gallo de la comarca y embarcarnos en un viaje, ahora en estos tiempos, “infumable”.

El Citroen – GS Club de la familia, blanco roto tipo Rosa Clará, se preparaba para una nueva prueba de ¿Qué Apostamos? Y es que las maletas fin de semana serían irrisorias en este caso. El abuelo iba de copiloto, con la nevera entre las piernas con refrescos varios, La casera limón y la normal para los tintos de mi padre. Mi madre, mis dos hermanos y yo detrás, la sombrilla entre las piernas, sentados encima de las toallas y las sabanas limpias y cada uno en sus brazos su neceser de objetos personales, en mi caso: un monedero de piel en forma de gorra, una figura de plástico de la Princesa Leia, vestida como cuando fue retenida por Jabba de Hutt en el “Retorno del Jedi” y otra figura de Bobby el bárbaro de Dragones y Mazmorras. ¿El cinturón de seguridad? Era ir bien apretados, culo con culo. ¿El aire acondicionado? La ventanilla de mi padre por donde sacaba el codo mientras conducía. El momento sublime del trayecto era ver amanecer casi llegando a Almansa, pasada esta localidad yo me quedaba durmiendo sujetando fuertemente a Leia entre mis dedos, Sabía que mi madre me despertaría cuando divisara en la lejanía el mar y es que era como si hubiera visto a Madonna, en mi caso, se retorcía en su apretado hueco de asiento y repetía sin cesar: ¡Nenes! ¡El mar! ¡Mirar el mar! Mientras como si fueran sonajeros, se agitaban sus pulseras de marfil, compradas años anteriores en la playa. Mi padre siempre replicaba: Pos! Que nos están peinando… Y a ver qué comemos… A lo que mi abuelo respondía: Ea! Que lleguemos bien… Yo, aunque sea, unas patatas asadas…

La familia al completo estaba de nuevo en Torrevieja. Este año confundido por un duro de los de antes, le darían a mi madre un franco francés, una especie de tótem desde entonces. Mi hermano se quemó en la playa y pasamos un día en urgencias, nunca más le he visto su flequillo en una playa. Yo aprendí a nadar, con los gritos incesantes de mi madre desde el balcón: ¡No te tires como un loco! ¡Nos das las vacaciones! Comimos los mejores pollos asados con especias de la historia y cuando volví me compraron mi California BH con muelle central, pero eso ya es otra historia…

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